02 marzo 2009

Lucidez en el debate ético sobre la eutanasia

Los defensores de la eutanasia activa han aprovechado el «caso Eluana» para tergiversar la doctrina de la Iglesia.


La discusión sobre el caso de la joven italiana Eluana, en estado vegetativo durante 17 años, ha sido duro, bronco, descalificador, enfrentado, apasionado, nada esclarecedor. El menos adecuado para tratar de un caso, del destino de una vida, de un tema tan fundamental. No hace falta más que rememorar las escenas del Parlamento italiano o leer algunas crónicas vertidas en algunos medios. Esta muchacha, que sufrió un accidente de automóvil en 1993, causándole un traumatismo craneal del que no pudo recuperarse y para el que la medicina no encontró remedio, se vio metida en el ojo del huracán de un debate necesario, pero que exige un contexto más sereno, menos apasionado, porque el tema de la eutanasia es hoy de gran trascendencia. Afecta al sentido, al valor y a la dignidad de la vida misma.

Me parecieron acertadas, humanas y evangélicas las palabras del párroco del pueblecito de Paluzza, donde fue enterrada. La sabiduría de la vida que tienen muchos párrocos, por estar al lado del problema que sangra y palpita, es distinta de la de las grandes sentencias y abstractas doctrinas. Invitó a todos a «bajar la cabeza» con humildad. Y añadió: «Debemos pedir a Dios que nos ilumine para intentar superar tantos obstáculos en la vida. Caminamos después de un gran clamor. Que hablen las conciencias». No hay duda de que estas situaciones nuevas, denominadas clínicamente de «estado vegetativo» en que pueden quedar algunas personas durante años son muy complejas desde todos los ángulos que se las quiera enjuiciar. Se necesita una profunda reflexión y un diálogo interdisciplinar sereno y lúcido para poder tomar decisiones y, también, para legislar. A esta labor debiera dedicarse más tiempo y dar mejor información para que todas las personas pudieran tener una opinión. Cada vez son más frecuentes estas situaciones causadas por enfermedades como el alzheimer. Hay muchas familias que tienen en sus casas a familiares en condiciones muy similares a las de Eluana. Las cuidan con un gran amor, sacrificio y, tristemente, con poca ayuda institucional. Son dramas que sólo el amor entiende.

Algunos de estos casos han tenido una gran notabilidad en los medios y han servido para tomar conciencia de este problema y provocar un estado de opinión publica, por cierto, hoy muy dividida. Está el de Karen Quinlan, joven norteamericana de New Jersey que, en 1975, celebrando una fiesta perdió el conocimiento que ya no recobró y que le obligó a estar sometida a respiración artificial, hasta que el Tribunal Supremo de ese Estado, después de muchos debates, un año después ordenó desconectar el respirador. Con gran sorpresa médica, la joven siguió respirando hasta que murió nueve años después. Desconcertante y asombroso fue lo del polaco de 65 años Jan Grzebski, que sufrió un accidente que le dejó en coma en 1988 en pleno régimen comunista y que se recuperó después de 19 años en una Polonia democrática. Él atribuye su despertar a los cuidados amorosos de su mujer. El amor lo devolvió a la vida. En Francia, en 2003, hubo un debate con motivo de la muerte asistida por su madre de un muchacho tetrapléjico de 23 años y que dio lugar a la ley francesa de 2005, la más moderada de los países europeos, sobre todo comparada con la holandesa de 2001 y la belga de 2002, que han abierto la temida «pendiente resbaladiza» de la eutanasia activa. En la misma Italia, hace dos años, hubo ya un debate que tuvo como protagonistas a dos cardenales, Martini, emérito de Milán, y Ruini, de Roma, en la actualidad emérito también, con motivo de la muerte asistida por interrupción del respirador a petición propia de Piergiorgio Welby, de 60 años, que llevaba postrado más de 30 por una distrofia muscular que le mantenía inmóvil pero consciente y cuyo estado se había agravado. Este debate sirvió para poner de manifiesto por dos personas de alto rango y de probada sabiduría que hay diferentes interpretaciones de la doctrina católica y aplicaciones distintas a los casos concretos. En Israel, que no hay ley que permita la eutanasia, sigue en estado vegetativo Ariel Sharon, cuyo médico e hijos esperan su despertar .

En el caso de Eluana el debate llegó a límites insólitos por el cariz político que adquirió y la participación de algunos altos cargos de la Iglesia pronunciándose con palabras severas y jerárquicas. Los defensores de la eutanasia activa y del derecho a procurarse cada uno su propia muerte no han ahorrado acusaciones a la Iglesia de dogmatismo trasnochado y han lanzado descalificaciones despectivas desfigurando y mal conociendo la doctrina moral de la Iglesia y, por lo tanto, mal informando. Como si las nuevas ideologías con sus grupos de presión no fueran tanto o más dogmáticas y rotundas. Porque desde los tiempos de Pío XII, es decir, desde la década de los cincuenta, muy anteriormente a ninguna ley civil, la Iglesia fue pionera en sostener que no hay obligación moral de seguir manteniendo la vida por métodos extraordinarios o desproporcionados y está en contra del llamado «encarnizamiento terapéutico» (hoy nominado «obstinación terapéutica») para prolongar la vida de los enfermos terminales, y está a favor de los cuidados paliativos, aunque acorten el final de la vida. Pero hay un límite. A nadie se le puede privar de la hidratación y de la alimentación, aunque ésta sea de modo artificial. Privarle de este derecho y cuidado primario es procurarle la muerte por hambre y sed, y lo califica como eutanasia por omisión. Esta posición doctrinal, que no dogmática, ha sido muy discutida. Para unos, este modo artificial de alimentación representa una acción normal y natural; para otros, es un acto médico y, por lo tanto, extraordinario. Pero quedó zanjada por Juan Pablo II, en un discurso que dio a los miembros de la Academia de la Vida y a un congreso de médicos, el 20 de marzo de 2004, un año antes de su muerte, cuando estaba ya en condiciones calamitosas. Poco después, rechazaría él un nuevo ingreso en el Hospital Gemelli porque las terapias que querían practicarle las consideró desproporcionadas. El dilema, ya expuesto hace siglos por el padre F. Vitoria, está en que no es igual matar (hacer morir) y dejar morir. Negar o dejar de alimentar a una persona ¿no lleva consigo la muerte? ¿No es la falta de alimento y agua la que provoca la muerte y no la enfermad? ¿Es ésta una postura trasnochada, dogmática, inhumana, acientífica?

Ésa era la situación de Eluana. No necesitaba respirador artificial. Lo describen muy bien las monjas de la residencia de Lecco, que la cuidaron 14 años. Conozco esta preciosa residencia a orillas del lago Como y a las hermanas Misericordinas que estuvieron, siendo párroco, en la parroquia de Sabugo de Avilés. Cuando se la llevaban a la clínica de Udine para poner fin a su vida, sor Albina, la superiora, que estuvo en Avilés, se atrevió a hacerles esta cariñosa recomendación: «Quisiera decirles que la acaricien, que observen su respiración, que escuchen los latidos de su corazón, son tres elementos que los llevarán a amarla». En los años anteriores ya le había dicho al padre que si la consideraba muerta, se la dejara a ellas para cuidarla. Y tuvo al final palabras de comprensión: «Su padre de la tierra tenía otra idea de lo que era mejor para su hija, y hay que comprender su dolor». Ellas manifiestan el verdadero corazón de la Iglesia. Un último pensamiento: no deja de ser un interrogante que la Iglesia que cree en la vida después de la muerte sea la aguerrida defensora de esta vida personal y humana, con hechos y palabras, con razones y compromisos reales, desde la concepción hasta la muerte natural.

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